viernes, 19 de abril de 2019

CATEQUESIS LITURGICA DEL VIERNES SANTO TOMADA DEL LIBRO AÑO LITÚRGICO DE DOM PROSPERO GUERANGUER






Fuente: Católicos Alerta


SOLEMNE FUNCION LITURGICA POSMERIDIANA
DE LA PASION Y MUERTE DEL SEÑOR
El Oficio divino de esta tarde se divide en cuatro partes, cuyos misterios vamos a explicar sucesivamente. Primeramente hay Lecciones; luego siguen Oraciones; se continúa con la adoración de la Cruz y se termina con la Comunión. Estos ritos desacostumbrados anuncian al pueblo fiel la grandeza de este día y al mismo tiempo le hacen sentir la suspensión del Sacrificio diario al que reemplaza. El altar se halla desnudo, sin cruz, ni candeleros, el atril del evangelio sin paño. Recitada la hora de Nona, el celebrante se adelanta con sus ministros; los ornamentos negros expresan el duelo de la Santa Iglesia. Llegados al pie del altar se prosternan sobre las gradas y oran en silencio durante algún tiempo, después de lo cual, dicha una oración, comienzan las lecciones.
I. LAS LECCIONES
La primera parte de este oficio comienza con la lectura de dos trozos de los Profetas y del relato de la Pasión según San Juan. En la primera de esas lecturas tomada del Profeta Oseas (V, 15 y VI, 1-5), el Señor anuncia sus designios misericordiosos para con su nuevo pueblo, el pueblo de la gentilidad, que estaba muerto y que, después de tres días, debe resucitar con ese Cristo que todavía no conoce; Efraín y Judá serán tratados de modo distinto; sus sacrificios materiales no han aplacado a un Dios, que no ama sino la misericordia y que únicamente rechaza a los duros de corazón. La segunda lectura está tomada del Exodo y pone ante nuestra vista, el símbolo del Cordero pascual, en el momento en que la figura desaparece ante la realidad. Este Cordero es sin defecto como el Emmanuel; su sangre preserva de la muerte a aquellos cuyas moradas están rociadas con ella. Deberá no sólo ser inmolado sino servir de alimento a aquellos que por El son salvados. El es el manjar del viajero, que le come apresuradamente, sin tiempo para detenerse en la rápida carrera de esta vida. La inmolación tanto del Cordero antiguo, como del nuevo es la señal de la Pascua.
II. LAS ORACIONES
La Iglesia, que acaba de repasar, juntamente con sus hijos, la historia de los últimos instantes del Señor, no hace ahora sino imitar a ese divino Mediador, que, sobre la Cruz, como enseña San Pablo, ha ofrecido por todos los hombres a su Padre, sus oraciones y súplicas, mezcladas con lágrimas y acompañadas de un gran clamor'. Desde los primeros siglos viene presentando en este día a la Majestad divina, un conjunto de oraciones, que, abarcando las necesidades de todo el género humano, muestran que es verdaderamente la Madre de los hombres y la Esposa caritativa del Hijo de Dios. Todos, incluso los judíos, participan de esa solemne intercesión que la Iglesia presenta al Padre de los siglos desde el pie de la Cruz de Jesucristo. A cada oración precede un anuncio solemne que explica su objeto. Luego el diácono advierte a toda la asamblea que se ponga de rodillas; puestos en pie un momento después a la señal del diácono, los fieles se unen a la oración del sacerdote (En el siglo octavo estas oraciones se decían también el Miércoles Santo).
III. LA ADORACION DE LA SANTA CRUZ
Las oraciones generales han concluido con la súplica dirigida a Dios por la conversión de los paganos; la Iglesia ha terminado su recomendación universal y solicitado para todos los habitantes de la tierra la efusión de la sangre divina que brota, en este momento, de las venas del Hombre-Dios. Volviéndose ahora a los cristianos sus hijos, conmovida ante las humillaciones del Señor, los invita a disminuir el peso, dirigiendo sus homenajes hacia esa Cruz hasta ahora infame y en adelante sagrada, bajo la cual camina Jesús hacia el Calvario y de cuyos brazos penderá hoy. Para Israel, la cruz es un objeto de escándalo; para los gentiles un monumento de locura; nosotros, cristianos, veneramos en ella el trofeo de la victoria de Cristo y el instrumento augusto de la salvación de los hombres. Ha llegado, pues, el momento en que debe recibir nuestras adoraciones por el honor que el Hijo de Dios se ha dignado hacerla, regándola con su sangre y asociándola así a la obra de nuestra Redención. No hay día ni hora más indicada en el año para rendirla nuestros homenajes.
La adoración de la cruz comenzó en Jerusalén en el siglo IV. La emperatriz Santa Elena había hallado recientemente la verdadera cruz; y el pueblo fiel deseaba contemplar, de cuando en cuando, este árbol de vida cuya milagrosa invención había colmado de gozo a la Iglesia entera. Se determinó que se expusiese a la veneración de los cristianos una vez al año, el Viernes Santo. El deseo de contemplarla llevaba todos los años una multitud inmensa de peregrinos a Jerusalén para la Semana Santa. La fama llevó por todas partes los relatos de este ceremonial, pero todas no podían aspirar a verla ni una vez siquiera en la vida. La piedad católica quiso gozar al menos por imitación, de una ceremonia que muchos no podían gozar en su realidad; y, hacia el siglo VII, se pensó repetir en todas las iglesias, el Viernes Santo, la Ostensión y Adoración de la Cruz que tenía lugar en Jerusalén. No se poseía, es verdad, sino la figura de la Cruz verdadera; pero, puesto que los honores rendidos a este madero sagrado iban dirigidos al mismo Cristo, los fieles podían ofrecerle honores semejantes, aun cuando no viesen ante sus ojos el madero mismo que el Redentor había regado con su sangre. Tal fue el motivo de la institución de este rito, que ahora va a tener lugar, y en el cual la Iglesia nos invita a participar.
En el altar el celebrante se quita la capa pluvial y permanece en pie junto a su asiento. El diácono con los acólitos va a la sacristía para traer a la iglesia la cruz en procesión. Cuando llegan al presbiterio, el celebrante recibe de manos del diácono la santa Cruz y se pone al lado de la Epístola y allí, de pie, en el plano, vuelto hacia el pueblo, descubre un poco la parte alta de la cruz y canta en un tono de voz moderado: "He aquí el madero de la santa Cruz."
Después prosigue ayudado de sus ministros que cantan con él:
"En el cual ha estado suspendida la salud del mundo."
Entonces, toda la asamblea se pone de rodillas, y adora la cruz mientras el coro canta:
"Venid: adorémosla."
Esta primera ostensión representa la primera predicación de la cruz, la que los Apóstoles se hicieron entre sí, cuando, no habiendo recibido todavía al Espíritu Santo, no podían hablar del misterio de la Redención sino con los discípulos de Jesús y temían llamar la atención de los judíos. Por eso el Sacerdote no eleva la Cruz sino un poco. Este primer homenaje es ofrecido en reparación de los ultrajes que el Salvador recibió en casa de Caifás. El sacerdote se dirige luego a la parte delantera de la grada, siempre en el lado de la Epístola, y se coloca de cara al pueblo. Sus ministros le ayudan a descubrir el lado derecho de la Cruz, y después de haber descubierto esta parte del instrumento sagrado, la muestra nuevamente al pueblo, levantándola, esta vez, un poco más que la primera y cantando en un tono superior.
"He aquí el madero de la Cruz."
El diácono y el subdiácono continúan con él:
"En el cual ha estado suspendida la salud del mundo."
La asamblea se pone de rodillas, adora la Cruz mientras el coro canta:
"Venid: adorémosla."
Esta segunda manifestación más gloriosa que la primera representa la predicación del misterio de la Cruz a los judíos, cuando los Apóstoles, después de la venida del Espíritu Santo echan los fundamentos de la Iglesia en el seno mismo de la Sinagoga y conducen las primicias de Israel a los pies del Redentor. La Iglesia lo ofrece en reparación de los ultrajes que recibió en casa de Pilatos.
El Sacerdote se coloca después en medio de: la grada, vuelto siempre hacia el pueblo. Ayudado por el diácono y subdiácono descubre todo lo restante del Crucifijo, y elevándole algo más que las veces anteriores canta con triunfo y a plena voz:
"He aquí el madero de la Cruz."
Los ministros continúan con él:
"En el cual ha estado suspendida la salud del mundo."
Los fieles vuelven a arrodillarse y a adorar la Cruz mientras el coro canta:
"Venid: adorémosla."
Esta última manifestación representa la predicación del misterio de la Cruz en el mundo entero, cuando los Apóstoles, rechazados por la masa de la nación judaica, se vuelven hacia los gentiles, y van a anunciar al Dios crucificado hasta más allá de los límites del imperio romano. Este tercer homenaje rendido a la Cruz es una reparación de los ultrajes que el Salvador recibió en el Calvario.
La Iglesia, al presentarnos la Cruz cubierta con el velo, que después desaparece para dejar llegar nuestras miradas hasta ese divino trofeo de nuestra Redención, quiere también expresarnos la obcecación de los judíos que no ven sino un instrumento de ignominia en ese madero adorable, y la luz resplandeciente de que goza el pueblo cristiano, a quien la fe revela que el Hijo de Dios crucificado, lejos de ser un objeto de escándalo, es, por el contrario, como dice el Apóstol, el monumento eterno "del poder y de la sabiduría de Dios" '. En adelante la Cruz que acaba de ser tan solemnemente enarbolada permanecerá descubierta; y aguardará sobre el altar, la hora de la gloriosa Resurrección del Mesías. Todas las demás cruces colocadas en los diversos altares, se descubrirán también, a imitación de esa. que ocupará pronto su puesto de honor en el altar mayor.
Pero la Iglesia no se limita a exponer, en este momento, a las miradas de los fieles la Cruz que les ha salvado; les invita a que vengan a poner sus labios respetuosos sobre ese leño sagrado. El Celebrante irá el primero y todos tras él. Despojado de su casulla, quítase también el calzado, y haciendo, a convenientes distancias, tres veces genuflexión sencilla, se acerca a adorar la Cruz, colocada en las gradas delante el altar. Detrás de él vienen los ministros, el clero, y por último los fieles. Los cantos que acompañan a la adoración de la Cruz son de una belleza incomparable. Los primeros son Improperios, o reproches amargos que el Mesías dirige a los judíos. Las tres primeras estrofas están intercaladas con el canto del Trisagio u oración a Dios tres veces Santo, cuya Inmortalidad justo es que glorifiquemos en este momento en que El se digna, como hombre, sufrir la muerte por nosotros. Esta triple glorificación usada en Constantinopla desde el siglo v, pasó a la Iglesia romana que la ha conservado en la lengua primitiva, contentándose con alternar la traducción latina de las palabras. El resto de este hermoso canto tiene grandísimo interés dramático. Cristo recuerda todas las afrentas de que ha sido objeto por parte de los judíos y pone de manifiesto los beneficios de que ha colmado a esta nación ingrata. 
LOS IMPROPERIOS
Pueblo mío, ¿qué te he hecho yo? O ¿en qué te he contristado? Respóndeme. J. Porque te saqué de la tierra de Egipto: has preparado la Cruz a tu Salvador.
Agios o Théos.
Santo Dios.
Agios íschyros. Santo Fuerte.
Agios athánatos, eléison imas. Santo Inmortal, ten piedad de nosotros.
Porque te guié por el desierto cuarenta años, y te alimenté con maná, y te introduje en una tierra muy buena: has preparado la Cruz a tu salvador.
V. ¿Qué más debi hacer por ti, y no hice? Yo te planté, como mi viña más hermosa, y tú me has salido muy amarga: pues has saciado mi sed con vinagre: y has taladrado con una lanza el costado de tu Salvador.
Yo, por ti, flagelé a Egipto con sus primogénitos: y tú, después de azotado, me has entregado a la muerte.
Pueblo mío, etc.
Yo te saqué de Egipto, hundiendo a Faraón en el Mar Rojo: y tú me has entregado a los príncipes de los sacerdotes.
Pueblo mío, etc. Yo abrí ante ti el mar: y tú has abierto con una lanza mi costado. Pueblo mío, etc.
Yo fui delante de ti en la columna de nube: y tú me has llevado al pretorio de Pilatos.
Pueblo mío, etc.
Yo te alimenté con maná en el desierto: y tú me has herido con bofetadas y azotes.
Pueblo mío, etc ;
Yo te di a beber agua saludable de la roca: y tú nie has abrevado con hiél y vinagre.
Pueblo mío, etc.
Yo, por ti, herí a los reyes de los Cananeos: y tú has herido mi cabeza con una caña.
Pueblo mío, etc.
Yo te di un cetro real: y tú has dado a mi cabeza una corona de espinas.
Pueblo mío, etc.
Yo te exalté con gran poder: y tú me has suspendido en el patíbulo de la Cruz.
Pueblo mío, etc.
A los improperios sigue esta solemne antífona, en que el recuerdo de la Cruz se une al de la Resurrección para gloria de nuestro Redentor:
ANTIFONA
Adoramos tu Cruz. Señor: y alabamos, y glorificamos tu santa Resurrección: porque, por el leño de la Cruz, vino el gozo a todo el mundo. Si la adoración de la Cruz no ha terminado aún se entona el célebre Himno Crux Fidelís que Venancio Fortunato, obispo de Poitiers, compuso en el siglo VI, en honor del árbol sagrado de nuestra Redención. Una de las estrofas dividida en dos sirve de estribillo mientras dura el canto. Al fin de la adoración, una vez que todos los fieles han rendido su homenaje a la santa Cruz, se la coloca sobre el altar, y se da principio a la cuarta parte de la función litúrgica.
IV. L.A COMUNION
De tal manera ocupa hoy, en este aniversario, el pensamiento de la Iglesia, el recuerdo del Sacrificio consumado este mismo día sobre el Calvario, que renuncia a renovar sobre el altar la inmolación de la divina Víctima, limitándose a participar del sagrado misterio mediante la Comunión. Antiguamente todo el clero y" los fieles eran admitidos a esta gracia, pero durante largo tiempo esta costumbre había caído en desuso y sólo el celebrante podía comulgar. Ahora en 1956 la Iglesia ha vuelto a tomar la tradición antigua y en adelante todos los fieles podrán comulgar el Cuerpo del Señor, inmolado en este día para su salvación, a fln de recibir más abundantemente los frutos de la Redención.
El diácono acompañado de dos acólitos, se traslada al monumento, toma el copón del tabernáculo y lo lleva al altar mayor. Mientras se dirige al altar, la escola canta algunas antífonas: 
Adorárnoste, Cristo, y te bendecimos, pues por tu santa Cruz redimiste al mundo.
El árbol nos sedujo, la santa Cruz nos ha rescatado; el fruto de un árbol nos sedujo, el Hijo de Dios nos ha rescatado.
Sálvanos, Salvador del mundo, Tú que por tu Cruz y por tu sangre nos has libertado, oh Dios nuestro, te lo suplicamos, socórrenos.
Llegado al altar, el diácono deja sobre el corporal el sagrado copón; el preste sube a su vez y recita en voz alta el preámbulo de la oración dominical, después, como el Paternóster es una preparación para la Comunión y ya que todos deben comulgar, clero y fieles lo recitan a una con el celebrante, "solemnemente, con gravedad, distintamente y en latín".
Unámonos con confianza y solicitud a las siete peticiones que ella encierra, en esta hora en que nuestro divino Intercesor, extendidos los brazos sobre la Cruz, las presenta por nosotros a su Padre. Este es el momento en que El obtiene del Padre que toda oración dirigida al cielo por su mediación sea escuchada.
Después del Paternóster el preste añade en voz alta una oración que en todas las misas se dice en secreto. En ella pide nos veamos libres de los males, exentos de pecado, establecidos en la paz.
Recita también en voz baja la tercera de las oraciones que preceden a la Comunión en las misas ordinarias; descubre luego el copón y toma una hostia, y profundamente inclinado, se golpea el pecho diciendo tres veces.
"Señor, no soy digno de que entres en mi pobre morada; pero di solamente una palabra y mí alma quedará curada."
Se comulga asimismo con respeto, se recoge algunos instantes y luego da la sagrada Comunión, como de costumbre, al clero y a los ñeles asistentes.
Terminada la Comunión el celebrante se purifica los dedos en un vaso, los enjuga con el purificador, encierra el copón en el tabernáculo y, de pie en medio del altar, dice como acción de gracias y en tono ferial, las tres oraciones siguientes :
"Suplicárnoste, Señor, que sobre tu pueblo que acaba de celebrar devotamente la Pasión y Muerte de tu Hijo, descienda una copiosa bendición, llegue el perdón, se otorgue el consuelo, aumente la fe y se asegure la redención eterna. Por el mismo Cristo Señor nuestro. Así sea.
Omnipotente y misericordioso Dios que nos reparaste con la gloriosa Pasión y Muerte de tu Ungido: conserva en nosotros la obra de tu misericordia; para que, por la participación de este misterio vivamos perpetuamente consagrados a ti. Por el mismo Cristo Señor nuestro. Así sea.
Acuérdate de tus misericordias, oh Señor, y santifica con tu eterna protección a tus siervos, en cuyo favor Jesucristo, tu Hijo, derramando su sangre, instituyó el misterio pascual. Por el mismo Cristo Señor nuestro. Así sea."
El celebrante y los ministros descienden luego del altar y vuelven a la sacristía. En el coro se recitan Completas, apagadas las velas y sin canto. Luego se traslada en privado la sagrada Eucaristía al lugar donde ha de reservarse y ante la cual arderá una lámpara como de costumbre. 






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