En este mes, que la piedad católica ha dedicado al Sagrado Corazón de
Jesús, regalemos un poco de tiempo a la lectura y reflexión de la Encíclica
"Haurietis aquas", del inmortal Pontífice Pío XII, para conocer y
propagar la Devoción más necesaria de un católico.
Con amor aun mayor latía el Corazón de Jesucristo cuando de su boca
salían palabras inspiradas en amor ardentísimo. Así, para poner algún ejemplo,
cuando viendo a las turbas cansadas y hambrientas, dijo: «Me da compasión esta
multitud de gentes» (San Marcos, 8, 2); y cuando, a la vista de Jerusalén, su
predilecta ciudad, destinada a una fatal ruina por su obstinación en el pecado,
exclamó: «Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que a
ti son enviados; ¡cuantas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina
recoge a sus polluelos bajo las alas, y tú no lo has querido!» (San Mateo,23,
37). Su Corazón palpitó también de amor hacia su Padre y de santa indignación
cuando vio el comercio sacrílego que en el templo se hacía, e increpó a los
violadores con estas palabras: «Escrito está: "Mi casa será llamada casa
de oración"; mas vosotros hacéis de ella una cueva de ladrones» (San Mateo,
21, 13)
Pero particularmente se conmovió de amor y de temor su Corazón, cuando
ante la hora ya tan inminente de los crudelísimos padecimientos y ante la
natural repugnancia a los dolores y a la muerte, exclamó: «Padre mío, si es
posible, pase de mí este cáliz» (San Mateo, 26, 39); vibró luego con invicto
amor y con amargura suma, cuando, aceptando el beso del traidor, le dirigió
aquellas palabras que suenan a última invitación de su Corazón
misericordiosísimo al amigo que, con ánimo impío, infiel y obstinado, se
disponía a entregarlo en manos de sus verdugos: «Amigo, ¿a qué has venido aquí?
¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?» (San Mateo, 26, 50); en cambio, se
desbordó con regalado amor y profunda compasión, cuando a las piadosas mujeres,
que compasivas lloraban su inmerecida condena al tremendo suplicio de la cruz,
las dijo así: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras
mismas y por vuestros hijos..., pues si así tratan al árbol verde, ¿en el seco
qué se hará?» (San Lucas, 23, 28).
Finalmente, colgado ya en la cruz el Divino
Redentor, es cuando siente cómo su Corazón se trueca en impetuoso torrente,
desbordado en los más variados y vehementes sentimientos, esto es, de amor
ardentísimo, de angustia, de misericordia, de encendido deseo, de serena
tranquilidad, como se nos manifiestan claramente en aquellas palabras tan
inolvidables como significativas: «Padre, perdónales, porque no saben lo que
hacen» (San Lucas, 23, 34); «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»
(San Mateo 27, 46); «En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso» (San
Lucas, 23, 43); «Tengo sed» (San Juan, 19, 28); «Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu» (San Lucas, 23, 46).
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